escritura creativa/ cuento
Playa Ventura
por Miroslava Mosso Rojas
Se mezclaban el sonido de las olas y la luz amarillenta de una bombilla vieja rodeada de mosquitos. Encendí la rocola y escogí una de esas canciones que escuchaban mis abuelos en las fiestas de pueblo. Pedí una cerveza y me senté en una de las sillas blancas de plástico que estaban en la arena. Me observaba una noche rebosante de calor. Y yo, miraba al mar que estaba frente a mí, podía probar la sal del ambiente en mis labios húmedos.
Este sabor me hizo sentirme en casa, me recordó al tiempo que, de niña, viví con mi abuela en Acapulco. Los fines de semana me llevaba a desayunar con sus amigas al restaurante del hotel Hyatt. Y aunque iba con mis shorts aguados, con mis chanclas llenas de arena y con mi playera interior sin mangas, yo me sentía elegante. El restaurante tenía una vista preciosa que daba al mar. Como yo me aburría en las conversaciones de las amigas de mi abuela, me ponía a ver la playa. Pensaba que las olas eran caballos que buscaban salir del agua, que en el vaivén llegaría una ola tan grande que por fin escaparían. Yo hasta les echaba porras para que fuesen libres. Las mejores eran aquellas que almacenaban impulso, una tras otra, agarrando velocidad, hasta que el ímpetu acumulado terminaba en una ola gigante y brava que chocaba con las rocas, explotando, desbordándose, para volver a incorporarse en sí misma, y seguir en el continuo bamboleo de pequeñas fluctuaciones, que provenían de un lugar lejano a la costa, en donde comenzaba la inmensidad del océano.
Y entonces, en medio de estos recuerdos sentí tu ausencia, te extrañé, abuela. Te habías ido lejos desde hace mucho tiempo.
«Tu fuiste la única que me ha amado incondicionalmente, me dejaste tanto amor, pero también me dejaste los problemas que nunca resolviste. Y es que tampoco era tu responsabilidad solucionar la vida de todos. Pero me dejaste en medio de un lío al que no pertenezco y me niego a aceptar, porque aquí nadie más me ama como tú». Pensaba y reprochaba mientras observaba el mar.
'Siempre en mi mente', sonaba al fondo en la rocola. Te extraño, esa frase que enunciaría una conjunción infinita de hechos e impresiones en mi mente, esa frase que ya no te puedo decir pero que aún así la pronuncio, para fijar en el tiempo lo que en este instante mañana serán recuerdos.
Me quité la ropa y me metí al mar para apaciguar mi alma. ¡Que se diluyan mis sentimientos en su extensión inmensurable! Estaba completamente oscuro, era algo misterioso y un poco aterrador. Después de pasar el umbral de las olas rompiéndose en la orilla, llegué a la zona más serena. Navegaba entre las aguas ondulantes, me sumergía suavemente y volvía a emerger como un buque. No podía evitar el vértigo y el miedo a perderme en la inmensidad, una inmensidad tangible que me envolvía. El instinto de supervivencia para flotar, nadar y no ahogarme me ayudó a disipar mis memorias y emociones.
Ya era tarde y quería ir a dormir, así que nadé de regreso hacia la costa. Al llegar a la orilla, salí del agua con trabajos, sintiéndome más pesada. El agua me jalaba cuando las olas retrocedían, pero al final fui uno de esos caballos que logró salir del mar. Sentí la brisa fresca de la madrugada.
Miré a mi alrededor, el cielo estaba estrellado, y en el horizonte, el cielo y mar eran indistinguibles; infinitos y en tanto infinitos inconmensurables, pero uno más grande que el otro. ¿Infinitos dentro de otros infinitos?, o ¿infinitos más grandes que otros?, infinitos de distintas cardinalidades. Su inmensidad me asombra, impone y a veces me asusta.
Subí a mi cuarto, tomé un baño de agua fría, apagué la luz y cerré la ventana. Dejé encendido el ventilador del techo, giraba lenta y periódicamente, hacía un ruido cada vez que completaba un ciclo; ya había dado una vuelta, dos, tres, y conté un par más hasta que perdí la cuenta. La música de abajo sonaba cada vez más tenue, se iba confundiendo con mis sueños, con mis deseos y con aquellos pensamientos aleatorios que suelen aparecer en el confín de la frontera onírica.
Ya nadie me cargará en sus hombros cuando camine a lo largo de la costa, ya nadie me tomará de la mano al cruzar la calle, ni navegará conmigo en el mar sobre una llanta inflable. Mi cuerpo ya no cabe en el lavadero donde me bañabas. ¿Quién me llevará a la quebrada a ver a los clavadistas al atardecer? En algunas épocas del año estos atardeceres eran anticipados, como lo fue el ocaso temprano de Acapulco, como lo fue tu despedida adelantada, prematura. Somos seres frágiles y finitos, no como el mar.
Te extraño.
colabora.
nuevxs
escritorxs
nuevos
proyectos
nuevxs
escritorxs
nuevos
proyectos