escritura creativa/ ensayo
Frente al espejo
por Paulina Riveroll
A veces, estar frente al espejo y mirarme me genera una sensación similar a cuando repites una palabra tantas veces que deja de tener sentido. La imagen que me mira de regreso no es yo pero sí soy yo hasta el infinito.
¿Cómo somos quienes somos? La configuración típica de una cara es la misma en cualquier lugar del planeta Tierra: dos cejas, dos ojos, una nariz y una boca. Pero las formas, posiciones y peculiaridades de cada configuración, sus movimientos y expresiones singulares generan que cada persona sea únicamente su persona, que sea su máscara.
Frente al espejo, me resulta muy extraño tener un cuerpo, ser una cara. Siento un peculiar tipo de disociación cuando enfrento mi corporeidad de esta manera tan directa. Aprieto mis cachetes y veo cómo se deforman. Sonrío y veo que cambia mi expresión: mis labios se estiran, se me hace un hoyito en la mejilla, mis ojos se almendran. Echo los hombros para adelante y parece que mis clavículas se pegan más a la piel cuando se salen y se forman cuencas arriba de ellas. Busco en mis ojos respuestas, pero me ven de regreso, preguntándome lo mismo que pregunto.
¿Cuántas cosas no se relacionan con nuestros cuerpos, con cómo son y cómo nos movemos en ellos? ¿Eres alta, delgada, guapa? ¿Quién decide esas cosas si no es el inquilino? ¿Por qué son los vecinos quienes juzgan eso? Y, de todas formas, ¿qué significan esos adjetivos si no escogimos nuestros cuerpos y somos mucho más que ellos? ¿Cómo es que esos calificativos pueden politizarnos al punto en el que, por tener una característica sobre otra, tu vida se puede desarrollar de forma muy distinta?
Las caras que portamos son máscaras, y nuestros cuerpos nuestras casas. Nos movemos en ellos, gracias, a través, y a pesar de ellos, pero en realidad no somos ellos. Una persona es mucho más que la morada que habita, pero sería mentira decir que ella de cierta manera no la define, aunque sea de forma parcial. Todos sabemos (o deberíamos saber) que un cuerpo blanco no vive igual que uno racializado, que el cuerpo de una mujer tiende a ser objetivizado y se le busca controlar como no le sucede al de un hombre, que un cuerpo “bello” no se percibe igual que uno que no es considerado como tal, por mencionar algunos ejemplos. Inclusive un cuerpo joven no vive igual que uno viejo, no siente el tiempo de la misma manera, y un cuerpo sano no se vive igual que uno enfermo desde el simple hecho de cómo se vive y percibe el dolor. El que el cuerpo sea casa no necesariamente implica que siempre sea un hogar. Pienso eso y de pronto estoy muy consciente de que sobre la música que escucho me duele la espalda, me arden los ojos, mi boca sabe a menta y me llega un olor a café.
¿Qué representa ser en un cuerpo? ¿Sabemos en realidad cómo nos vemos, lo que somos para otros a través de él? ¿Nos representa adecuadamente?
Frente al espejo, se me ocurre que en realidad nadie se ha visto de frente como lo ven otras personas, cuerpos colindantes, ojos ajenos. Los espejos son herramientas que nos permiten mirarnos de forma distorsionada, son una extraña ilusión que nos permite darnos una idea de cómo se presentan nuestras máscaras y crujen nuestras casas. Sus ilusiones incluso pueden distorsionarnos tanto que llegamos a cuestionar cómo creemos que nos vemos para los demás; nos vuelven quimeras. A veces me sorprende que mi reflejo no sea alguien más, que no haya magia detrás del funcionamiento de esta artimaña. Pero, ¿qué si sí hay un extraño encantamiento? Al fin y al cabo, es bien sabido que los ilusionistas usan espejos para llevar a cabo el arte de la decepción.
Frente al espejo, me intriga observar mis gestos, mis movimientos. Me pregunto cómo mi cara se desenvuelve sin pensar cuando me muevo por la vida. Pero también crece en mí una extraña aversión a sentir que algo tan material representa al caos interior que cargo, a los pensamientos que me cruzan la cabeza, a mis gustos y disgustos y lo que me hace ser yo. Lo que decimos y lo que hacemos son cosas permitidas por el cuerpo, pero que no son de él, y eso me causa un extraño conflicto. El que nuestro cuerpo sea nuestro filtro para experimentar el mundo es justo lo que me hace cuestionar dónde empiezo y dónde acabo dentro de él, porque ese filtro también juega un papel: puede determinar ciertas cosas de ese caos interior, de esos pensamientos, gustos y disgustos, de lo que me hace ser yo. ¿Dónde empiezan mis bordes y dónde terminan? Me recuerda a algo que leí de Clarice Lispector:
Cuando de pronto me miro en las profundidades del espejo, me asusto. A penas puedo creer que tengo límites, que estoy delineada y definida. Me siento dispersa en la atmósfera, pensando en otras criaturas, viviendo dentro de cosas más allá de mí. Cuando de pronto me miro en el espejo, no me sorprendo porque me encuentre fea o hermosa… Cuando no me he mirado por algún tiempo, casi se me olvida que soy humana.
Frente al espejo, la dialéctica de quien creo ser, quien soy, y la imagen de todo eso se vuelve confusa, aunque me observe de regreso. No solo se tiene un cuerpo; también se es, se vive y se habita. Nos delimita y a la vez nos limita. Frunzo el ceño. Mis cejas se juntan y una franja se pinta en mi frente. Suspiro, mi pecho se infla y se desinfla. Me empieza a doler la cabeza por los círculos en los que estoy bailando. Entonces decido apagar la luz, y mi posible realidad material escenificada me dice adiós.
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