escritura creativa/ cuento
La última confirmación
por Raúl Díaz
Uno no mata a Dios, sino se rinde a su ausencia. El ateísmo es el resultado de una búsqueda intensa por un padre.
La tercera vez que traté de confirmarme mi jefe me pidió: esta vez, por favor, hijo, trata de terminar el curso. Íbamos en su carro rumbo a la Iglesia frente al bachilleres #5. Mi papá sí creía en Dios y me gustaba obedecerlo. Claro, me dejaba el cabello largo y me ponía pantalones rotos, pero no por darle en la madre; era una rebeldía inconsciente. Por favor, hijo, termina esta vez el curso, me dijo mi padre.
Mi jefe tenía miedo de perderme y lo entiendo. No era como en las películas de los ochenta que creyera que me iba ir al infierno porque me dio por bailar Rock & roll. No, era un poco más grave. Apenas una semana anterior a las inscripciones me encontró orinado en el porche de la casa, hasta la madre de vergüenza.
Tal vez encuentres en las clases de la iglesia lo que buscas, me dijo. Supongo que veía en mí la parábola de la oveja perdida, que se fue a hacer su vida con “mujerzuelas y juegos de azar”. Pero el ateísmo, como la locura, es inefable hasta que empiezas a verbalizarlo. Papá, es que de verdad no lo encuentro. No creo en él, le confesé.
Mi educación fue rigurosamente católica. Tanto que, en los baños de mi primaria, encima de los mingitorios, estaba escrito con letras rojas y brocha gorda “Dios te ve”.
Tenía una clase llamada educación de la fe y, como el último viernes de cada mes había una misa especial, había que discutir en clase lo aprendido. No era un buen estudiante en mis asignaturas, pero en esa era descaradamente malo: olvidaba mi libro de texto, decía que no recordaba ninguna de las palabras del sacerdote y optaba por ver a mis compañeras en lugar de poner atención. No digo que mi ateísmo sea el resultado de mi desempeño en esa materia. Eso es tan ridículo como decir que todos los muertos de COVID reprobaron Ciencias Naturales. Aunque, si se hace un análisis estadístico, habría una correlación.
Antes creía y no creía. De chico es fácil creer. Un día te dicen que santa no llegará si no te duermes temprano, y corres a dormirte. Luego te dicen que no existe, y te rompen el corazón, pero a las dos horas ya se te olvidó. Sigues siendo un niño, sólo un poco más cínico porque ahora sabes a quién culpar si no llegan tus regalos. Ya no crees y no importa.
Mi jefe tenía miedo y esa era la tercera vez que me llevaba a las inscripciones. En mi primer intento me dejó en la puerta de las oficinas de la iglesia, entré al salón, pagué los $132 pesos del curso y en el primer receso me regresé caminando a la casa. La segunda vez ni siquiera entré a las oficinas. Vi el carro de mi padre desaparecer en la oscuridad y me fui a un terreno baldío a tomarme un par de caguamas. Esta tercera vez era la última oportunidad.
Dios, hasta el momento, había sido un silencio apartado en las oraciones de día a día, era, como alguna vez trataron de explicarme: un atardecer en el cielo juarense. Hazlo por mí, me dijo mi padre.
Me bajé del auto y me dije, tal vez aquí está. Tal vez debería darle una oportunidad. Pero ¿Cómo hablaría con él? Una vida entera entre rezos, misas y sacramentos, pero nunca una respuesta.
Cuando llegué a la fila del pago me encontré con Lupita. No podría compararla con una puesta de sol, pero sí era una latina adolescente que estaba entrando en sus caderas, y sus frenos y sus colitas contrastaban con su cuerpo casi adulto. No podía creer que esa mujer dieciséis como yo.
¿Es tu primera vez?, le pregunté. La de todos ¿qué no? Es mi tercera, sonreí como si eso fuera un triunfo. Ah, me respondió. ¿Quieres salir un día a pistear? No tomo. Va, saqué un cigarrillo, me lo coloqué en la boca y le ofrecí uno de la cajetilla. No fumo. Ah, guardé mis cigarros, avergonzado.
No tomaba, no fumaba ¿Qué hacía para divertirse? ¿Rezar?
El primer día en el seminario, nos sentaron a los más de treinta corderos que serían coordinados por los pastores, otros chicos no mucho mayores, pero mejores posicionados en el organigrama. El más grande de todos era Jesús, quien nos estaba dando la bienvenida con los brazos abiertos. Era un veinteañero con barba cerrada y las entradas en su frente comenzaban a asomarse. En la iglesia, después del sacerdote, él era el más cercano a Dios. Nos enlistó las reglas del curso:
• No llegar tarde
• No interrumpir las lecturas
• No fumar
• No tomar
• No drogarse
• No tener relaciones sexo-afectivas entre corderos
Qué mierda, pensé. Entré a este curso buscando algo y cuando lo encuentro me lo niegan. Me acerqué a uno de los pastores y le pregunté de por qué las reglas. Me dijo: En primera porque eres menor de edad y en segunda porque estamos aquí para confirmar la entrada de Dios a nuestro cuerpo. Un pequeño sacrificio; después de todo, él sacrificó a su hijo por nuestros pecados.
¿Tú lo haces? Le pregunté al pastor ¿Qué?, ¿Te sacrificas? Claro, me respondió, ninguna mujer podrá amarme como lo hace Dios.
Deben entender. Yo nunca había sentido su presencia, menos su amor. Ese amor era lo que me estaba faltando en mi vida. Si el amor de Dios era mejor que el primer trago de una caguama, la primera calada del día y el mareo después del orgasmo, entonces era algo que necesitaba experimentar. Papá, tenías razón. Aquí está lo que estaba buscando.
Tres semanas adentro en el curso seguía sin poder sentirlo. No podía recorrerme mentalmente y decir: ahí está, en la rodilla. Pero seguro estaba en Lupita. En su cabello negro, en su trenza que descansa sobre su hombro y en su futuro, tan trazado y tan perfecto, de ser dentista. Yo le conté que quería morir a los 27 como Jim Morrison, saqué un cigarro y me dijo: no fumes, por favor, ya no fumes. Ahí está Dios, en su preocupación por mí.
Yo nunca me había sentido visto. Ni siquiera cuando las letras me decían “Dios te ve” en el baño, en rojo, en itálicas, en cita. En el escusado, desnudo en un auto, dormido en la calle, "Dios te ve".
En ese tiempo ¿qué podía importarme? es más ni siquiera pensaba en eso. En primaria cuando iba al baño me gustaba orinar lo más alto que pudiera. Dios me veía apuntando, Dios me veía disparando, Dios me veía superándolo y recorriéndolo con mi logro. Tenía demasiado que penar. Fumar, tomar, coger, dejar de hacerlo no parecía ser suficiente para un sacrificio. Necesitaba algo que pareciera un trueque justo.
Le pregunté a Jesús si masturbarme era un pecado. Sin duda, me dijo. Finalmente tenía mi equivalencia. Yo no había dejado de masturbarme desde el primer momento que lo hice en sexto de primaria, diario, sin falta, diligente.
Tenía que postrarme en la cama sacrificial como una princesa azteca. Acostado en una plancha de piedra con cruces encendidas alumbrando el recinto. Los tres grandes en sus sillas observando como tendría que suceder. Como Abraham tomando a su hijo del pescuezo, ahogándolo antes de la cuchillada. Yo, como Tlatoani en presencia de Dios, el hijo a la derecha del padre y el espíritu santo. Pero en lugar del corazón de una virgen, o de un guerrero; los mecos de un arrepentido en mi mano. El trato estaba hecho: mi placer por su amor, mi placer por Lupita.
No fue fácil, no era fácil pensar en ella y no sucumbir en el deseo. Cada que sentía el calambre interior, mejor rezaba. Me hincaba e imploraba por la fuerza de no hacerlo, de no caer. No sentía al padre, pero confiaba que se haría presente.
Durante las clases, Lupita y yo, no nos separábamos, comíamos juntos en el receso y luego platicábamos sobre nuestras pequeñas vidas. Me hablaba de sus sueños de abrir su propio consultorio cerca de la avenida de las Américas, que era como la zona rosa, pero para doctores. Yo quería contarle todo: de las pedas con mis amigos, de mi primera vez en un prostíbulo, hasta de mi trato con Dios. Pero seguramente las reglas eran como en los deseos de los cumpleaños. Si lo revelas, no se cumple. Aunque si Dios estaba en ella entonces, tal vez, sólo tal vez, la empujaría a mí. Tal vez, tal vez.
Un año pasó. Ya estaba a punto de cumplir mi promesa a mi padre, a punto de lograr mi trato con Dios, a punto de acabar lo que había empezado. Mi cabello corto, mi cama tendida, mis pantalones sin hoyos y sin oler a ceniza. Sin duda, había sido reformado. Aunque durante el curso Lupita se negó a verme después de clases, aún me sentía confiado. La volví a invitar al cine y finalmente que me dijo que sí. Al fin pude escuchar la voz de Jehová.
A la hora de la salida, Jesús nos pidió que nos sentáramos. Nos dijo que cerráramos lo ojos y que sólo escucháramos su voz. Nos pidió que nos tomáramos de la mano y yo tomé la mano de Lupita, deliciosamente pequeña en comparación a la mía. Al fondo del salón se escuchaba un piano, Jesús tomó un micrófono y su relato se acompasaba con el de la música. Nos contó que él había perdido a sus padres muy joven y que su camino se había enfilado hacia las tinieblas. La marihuana y el alcohol lo habían tomado del cuello. Estaba atrapado en un mundo de vicios y sin esperanza.
Quise cagarme de risa. Este hombre relataba la vida de la mayoría de mis amigos. Uno era huérfano por tres: su padre, su madre, su tutor. Otro abandonado unos días antes de navidad. Otro era un refugiado de un país latino americano. Todos estaban tranquilos en esas tinieblas de las que Jesús quería huir. Abrí los ojos para reírme en comunión con Lupita de estos cretinos. Pero ella estaba llorando. Igual que todas las demás ovejas.
Me di cuenta del vacío, dijo Jesús, de la decadente espiral en la que caía. Pero vi la luz un día que un pajarillo aterrizó en mi hombro y me dijo, sígueme. Aquí parado sobre mi hombro me soplaba el camino a esta iglesia. Y al entrar vi a Jesús, con los brazos abiertos, listos para abrazarme, pero los clavos no lo dejaban. Entonces yo me acerqué a sus piernas, besé sus pies y entre sollozos finalmente me sentí lleno de él.
Jesús estaba mintiendo porque además de que a esta iglesia la cierran con cadena y candado los días que no hay servicio; además ¿un pajarillo que habla? Al terminar la escena, le pregunté a Lupita a qué hora quería que pasara por ella. Espérame tantito, me dijo.
Caminé por el estacionamiento de la iglesia esperándola y en mi bolsillo encontré mis cigarros. Por costumbre los seguía agarrando, pero desde que Lupita me lo pidió yo no fumaba. Los saqué y los tiré a la basura. Tal vez su presencia no la sientes, sino los otros la ven en ti, pensé, tal vez ella lo vio a él en mí.
Mientras recorría el estacionamiento vi a Jesús y a Lupita discutiendo, ella lloraba y le pedía perdón. Le dio de golpes en el pecho hasta que se cansó y él se enconchó sobre ella arropándola. Se besaron.
Finalmente entendí. Busqué mis cigarros en el bote de basura, corrí a la tienda más cercana, compré un tequila y me adentré en el terreno baldío cerca de mi casa. Entre la maleza la daba largos tragos a la botella, buscando en el fondo, buscando en el filtro.Se los juro, de verdad que sí quise encontrarlo. De verdad que sí me esforcé. Eso les decía a mis jefes que me encontraron más tarde deshecho en el terreno, entre mierda de perros callejeros y botellas vacías.
Sí lo busqué, papá, pero no me responde, le dije a mi jefe. Mi jefa me cacheteó gritando que todo lo arruino. Me dijiste que le diera una oportunidad. Dime, papá, es sólo que no le importo. Claro, ¿cómo podría importarle lo que dice un insecto?
Cuando la cucaracha me ve, sabe que tiene que huir, tal vez no entiende que mi zapato es un zapato y no entiende por qué, pero le queda absolutamente claro que, si no huye muere. Nosotros no, yo no entiendo. No vi el zapato y no sabía que tenía que huir. O tal vez sí escucha, entiende nuestros dolores, nos observa con la mierda hasta el cuello y cuando le pedimos ayuda dice: nah, que chinguen a su madre. ¿Por qué Lupita no me ama, papá? ¿Por qué lupita no me ama, papá? ¿Por qué Dios no me ama, papá?
Mi padre me llevó cargando del hombro hasta la casa y me acostó en el sillón. Al día siguiente me dijo que ya no tenía que ir a las confirmaciones. Amigos, tienen que entender que no soy el más listo. Les digo que no soy inteligente, soy ateo, como los católicos son católicos; sin saber. No elegí, sino me resigné a lo que parecía más cierto.
Y en ese resbalón me encontré a mí mismo. Dios no existe, pero yo sí. No hay quien escriba derecho en renglones chuecos, sino yo que recorro esos renglones sinuosos.
Han pasado 20 años desde que me volví el Dios de mi destino, que a mí era a quien debía preguntarle ¿Qué es lo que realmente quieres? Y responderme y me respondí. Estoy donde estoy por mí. Nadie se llevará mi crédito, me lo gané a pulso. Y aquí estoy. Aquí estamos.
Quisiera agradecer a todos los presentes por acompañarnos en el funeral de mi padre y quisiera agradecer a los que organizaron esta hermosa misa. A mi papá le hubiera encantado esto.
Pero mi camino fue mío; veinte años, dos caminos, juntos, sin embargo, distintos. Ahora me pregunto, ¿qué fue peor? Un padre infinitamente sabio que nunca responde o un pendejo con iniciativa.
Rulistone
colabora.
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