escritura creativa/ cuento
Las islas mellizas
por Arantxa Victoria Garza Ceballos
En alguna parte del desierto y la costa de Sonora, alguien experimentó la vida como un ser etéreo pero que de forma humana y en sus limitantes existió, amo, vivió y murió. Pero sus memorias quedaron colgadas en el sahuaro más viejo en una de las Islas Mellizas en Guaymas. Si te acercas lo suficiente y guardas silencio aun puedes escuchar los susurros llevados por el viento. El azar una noche me encontró con las manos metidas ociosamente en la arena y pude escucharlos. Primero no tenían sentido, pero poco a poco se tornaron coherentes.
Sí te había amado como nunca había amado a nadie. Porque realmente nunca había amado a nadie. Nunca había querido amar a nadie. Nunca había tenido la necesidad de hacerlo. No hasta que estuve consciente de que lo hacía. Que te amaba.
Regresé al hotel con una sensación de incorporeidad, como si hubiera sido escogida y elevada por alguna cosa mayor, por la madre naturaleza, como si al yo escuchar su historia pudiera darle paz, ser su testigo. Esa noche soñé con el mar: las olas llenas de sal tapaban mis oídos, ensuciaban mi boca y ardían en mis ojos; me era imposible mirar a la luna, sentía algo recorrer mis pies y ni siquiera podía tocar el fondo. Desperté sudada y salí al balcón. El frío en medio de la oscuridad tocaba en donde se ausentaban mis ropas: la cara, las manos, mis piernas. Me sentía más unida a mi cuerpo pero anhelaba lo que veía: el mar. Tocar todo lo que no podía ver, pero que sabía que sucedía: el batir de las alas de los murciélagos polinizando los cactus, los roedores en espera para atacar a los alacranes, incluso las aves pescadoras y los cangrejos escondidos en la arena, el ciclo de la vida y la muerte que nunca podemos ver pero siempre sabemos que está ahí.
Llegó el sol.
Decidí viajar a la playa otra vez y situarme justo en el mismo lugar que el día anterior y probar suerte, probar sanidad, que no había sido una invención de mi cerebro, que no era síntoma de alguna locura veraniega. Cerré los ojos mientras mis oídos se abrían y mi cara se calentaba cada vez más. Distinguiendo cada sonido en cada brisa y suspiro, esperando. Cuando el ardor en mi piel era desesperante escuché:
He llorado tanto tiempo que cuando por fin te fuiste no me quedaron lágrimas. He llorado tanto tiempo por sentirme sola que cuando por fin lo estoy no me quedan fuerzas. He llorado tanto tiempo por otras personas que cuando por fin puedo llorar para mí ya no me quedan ganas.
Una forma de amor tan dolorosa, tan desgarradora como el duelo. Ella estaba dolorosamente enamorada. Esa tarde me decidí buscar a alguien que pudiera llevarme a una de las islas y buscar el sahuaro más antiguo. De gente en gente me conectaron con unos pescadores que me podían llevar en sus lanchas, la cita fue para la mañana siguiente, así podría hacer una maleta y llevarme todo lo necesario. Regresé al cuarto de hotel con quemaduras de sol, pero emocionada; una aventura, una verdadera aventura, sembrada por quién sabe qué cosa, por una locura, una decisión irresponsable, sin coherencia. Pero los ecos dentro de mi cabeza tenían que significar algo.
Empaqué la casa de acampar, comida, mucha agua y bloqueador solar. Desde las cinco de la mañana estaba parada, esperando la hora y para las siete ya estaban los pescadores listos. Me pusieron el chaleco salvavidas y arrancamos: la brisa era inigualable, la velocidad, voltear y ver la costa a lo lejos… definitivamente estaba en otro lugar. Me dijeron que me iban a recoger a las cinco de la tarde justo ahí, les agradecí y los vi irse aún más lejos de la costa.
Caminé, la isla era pequeñísima y llena de sahuaros, apenas podía imaginar donde iba a poner la casa de campaña. Me sentía como el principito en todos los planetas que visitó y así como el principito se encontraba a los que vivían en los planetas así me imaginaba yo encontrándomela. Era casi imposible identificar al más antiguo: eran inmensos, me paré en medio de todos, pensando que realmente era el viento que rebotaba por entre sus espinas lo que me haría escucharla. No sé cuánto tiempo pasó, pero cuando abrí los ojos otra vez tenía mucho frío, era de noche y el cielo parecía más espacio sideral que atmósfera terrestre.
Al principio no podía entender, preferí no hacerlo, ¿qué caso tiene cuestionar lo que uno puede ver y oler? La vi ahí en la costa con el cabello oscuro y largo, con la piel del color de la arena. Me vio y en sus ojos se reflejaban las estrellas, estaba a punto de subirse a un pequeño barco.
Vamos. Se nos hace tarde.
Subí sin pensarlo, sus movimientos eran tranquilos como mi corazón, sin ansiedad ni expectativa de algo más que ver el mar y la luna que nos iluminaba.
Sabes, lo que algunos no saben es que uno puede avanzar en un barco también en la arena. Cuando los desiertos eran mar el mío se quedó atorado y creo que fue porque tiramos el ancla, el paisaje era tan bonito que quisimos verlo para siempre. Nos olvidamos de nuestro destino y de las personas que allá nos esperan, juntos o separados, pero no quisimos saber de eso
Su voz era melodía: me hablaba al corazón. La gran nostalgia inundó mi mente como agua, olor y música, puedo ver los fantasmas rodeándome y susurrando las conversaciones expiradas, las promesas no cumplidas, la vida no vivida.
Llegamos a una costa, una sin ciudades, ni pescadores, ni personas, solo el desierto y a lo que me refiero con solo el desierto significa todo un universo de existencia: el lince americano, la mariposa reina, la biznaga de agua, la cascabel de diamantes, un arbusto con flores amarillas, el coyote, la libélula color ámbar que se posa en las flores con su cabeza de insecto en vertical con una delicadeza que solo podría ser emulada por bailarinas, la zorra gris, el mezquite, el agave lechuguilla, el cardenal rojo, el sapo del desierto de Sonora, la garza morena y la blanca, el puma y el coatí, el búho cornudo y el tecolote, el pájaro carpintero del desierto, la ambrosia ambrosioides o como le dicen por acá, la chicura.
Cada lugar que volteaba a ver escondía algo nuevo. Parecía que esa noche todas las plantas habían decidido florecer y los animales habían dejado de esconderse: la gran noche cuando el desierto cobra vida.
Caminando vi una puerta vieja: estaba llena de cactus secos y matorrales envueltos entre sí, flores marchitas y una sombra oscura se mecía misteriosamente. Con la duda en mi cabeza toqué la perilla. Su voz me interrumpió.
En toda nuestra existencia hemos sabido de la mortalidad que nos inunda. Seres fuertes, pero cuando uno muere ¿qué más queda? Y aun así, estamos ligados sin lugar a dudas a un solo destino fijo: la muerte. No somos capaces de verla como algo tan natural como la vida, nos da miedo, nos enojamos.
Seguí mi camino, me imaginé que algún día volvería a esta puerta cuando estuviera preparada. Los fríos en el desierto son radicales, escrupulosos, nada es tentador: es una bruma seca y cegadora. Si te dieran una sacudida se te quebrarían todos los huesos por dentro, pero la muerte en el desierto es como en todos lados: liberadora.
Y bien —le dije finalmente— ¿Me vas a contar tu historia? Ella estaba agachada dándole de comer a una liebre. Nos sentamos en unas rocas.
Estaba huyendo de un lugar donde no era bienvenida y llegué aquí. Sudaba, estaba desnutrida y enferma del corazón. Me di cuenta de que había otras personas como yo aquí huyendo del dolor. Cuando intenté hablarles conectamos: todas sentíamos lo mismo, pero construir una relación basada en dolor es muy difícil y al final confundíamos el amor por compañía. Estábamos solos pero juntos. No fue hasta que decidí irme a esa isla llena de Sahuaros que pude sanar. En soledad veía los atardeceres, todos diferentes: a veces azul con naranja, a veces rojos intensos o morados y rosas o todos juntos después llegaba la noche y veía las constelaciones moverse. Empecé a comer pitayas y tomar el agua de los cactus, venía aquí y cazaba roedores: la naturaleza me proveía. Solo así espero algún día poder regresar a mi hogar. Si alguien, si ella me escuchara a través del viento.
Me desperté con un ardor en la cara mientras uno de los pescadores me echaba un balde de agua fría, agarró mi botella y la puso entre mis labios grises y resecos. Tenía ampollas en mi cuerpo por haber estado acostada en la arena ardiendo y sol directo por horas. Esta mujer está loca —escuché decir a los otros pescadores. Me vendaron con ropa vieja y me llevaron hasta el hotel, les pagué y se fueron casi corriendo. Jamás querrán volver a hacer negocios conmigo. Desde el balcón podía ver las islas y el atardecer, me pregunté si ella seguiría ahí. Hice el check-out una semana después cuando mis heridas sanaron lo suficiente para poder manejar de regreso a Hermosillo.
A veces cuando una vive como si fuera un palo verde puede comparar el dolor de perder una persona con perder una rama gigantesca. Trato de manejar y respirar al mismo tiempo, pero parece no funcionar y tengo un frío que no se quita ni cuando son las 12 del mediodía y el sol me abraza. Porque una parte de mi se ha ido, creo que se quedó allá con ella, con el gran abismo, con el mar, con el viento, con el desierto, con el infinito.
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