escritura creativa/ poesía
Sobre el pasado y el presente de un cuerpo en espera
por Montserrat R. Jordán
La habitación es pequeña: los cuerpos chocan uno con otro, sus ángulos y sus formas se confunden. Los colores se comparten. Ciertos cuerpos se desenvuelven dejando su extensión como una telaraña que se desenreda después de una fuerte lluvia.
La casa se divide, la puerta es ventana en el techo, un tragaluz que se mueve horizontalmente. Una casa rodante con un calendario desordenado donde los días de luz pueden ser largos y dependen del afán de las cosas que no se pueden habitar.
Encaja. La corteza que la reviste se desliza sobre sus muros y define los límites de su territorio. Una cueva que se esconde en las montañas, donde las luces y las masas se desvanecen. Es un nido que se cobija con un velo de ramas.
La casa, su casa, ha estado en la oscuridad. Se han olvidado sus colores. El polvo cae sobre los cuerpos empañando su forma dejando pequeños racimos de pelusa que agregan volumen.
Seis habitaciones completamente habitadas con huéspedes moribundos a la espera. El gris se extiende. Su tono es como el cabello que pierde su vitalidad, opaco y con pequeñas líneas de lo que alguna vez fue color. Pequeños bosquejos de pigmento saltan sobre la superficie, contrastan con saturación perdida, casi nula, como la piel que cede ante la enfermedad y su tinte se consume con una calma que perturba.
Un botón, dos botones, muchos botones. Una aguja, dos agujas, tantas agujas, algunas formadas como pequeños soldaditos plateados, otras regadas sobre la superficie, la mayoría pegadas a la pared como un animal que se esconde en lo profundo de su jaula antes de ser golpeado. Solo el tiempo dirá si algún día serán parte de la casa, como una rama que se pega al troco hasta desaparecer.
Un dedal, solo uno, brillante como el mercurio, pero aletargado por la oscuridad. Tan voluminoso. Él podría ocupar una sola habitación, pero nadie le gusta estar solo en una casa que se ha convertido en una sombra, así que es sobre el resto de las cosas, amontonado, asfixiando todo a su alrededor.
Y en entre tantas cosas, el hilo es en una esquina. Es el hijo prodigo de una familia que espera su retorno después de un largo viaje. Tanto la aguja como el dedal esperan ansiosos, desean que salga de nuevo y trace infinitas veces un camino que lo lleve, que lo mueva y lo transforme, pero que siempre lo traiga de regreso.
El hilo es más que su cuerpo. Puede ser tanto como el recipiente que lo contenga y mucho más. Es como el humo, vaga sobra las cosas, sobre la superficie y sobre su casa. Él posee la vista perfecta, es tan alto como las montañas, tan pequeño como el ojal de una aguja y tan grueso que levanta la tierra.
Cambia de cuerpo a medida de lo que quiere, pero ahora solo es en una esquina, enrollado sobre sí mismo, expectante y embriagado de su forma. No se soporta de un solo color. Un color que para su ruina es lúgubre.
Hace un tiempo había optado por rotar de cuerpo y había sido alivio, pero el tiempo se hizo cargo de arruinarlo, ahora todos los cuerpos son lo mismo, fúnebres, como la piel muerta que deja una serpiente, pero el hilo no es serpiente con nueva piel, viva y brillante. Es un animal enfermo que se consume sobre las cosas que ya no tienen nombre.
Los cielos se saturan, se calcan una y otra vez hasta que están llenos. ¿Qué sería de los cielos sin la lluvia? Cuando el cielo está lleno es gris, es la máxima saturación y hay placer en ello, pero solo si existe una liberación, la lluvia es el medio que le permite al cielo extenderse y ser sobre la superficie. Es el diálogo que le deja ser en otra forma. El hilo se ha calcado tantas veces que ya no sabe que es hilo, es de un gris tan espeso que ya no puede caminar y no hay lluvia que lo saque de ese ensimismamiento.
En cada habitación de la casa hay cuerpos abandonados, regados sobre el suelo, hacinados tan cerca uno de otro que son una masa supurante.
¿Qué sabían hacer? ¿Cómo se llamaban? Los objetos ya ni si quiera piensan en ello, son maraña en un espacio reducido. El hilo, lo ha olvidado, hubo días donde lo sabía y en esta habitación hay momentos donde llega el motivo que lo hacía ser su nombre. Como neblina que cubre las montañas sumerge su cuerpo en una memoria difusa que, así como llega se va, y vuelve a ser olvido.
En lo profundo de su habitación un susurro se pliega por las paredes, se arrastra por el suelo y se extiende por el aire. El hilo está inquieto. El rumor atrapa su cuerpo, sujetando la única extremidad visible, jalándolo en un movimiento errático y violento.
Gira, gira y gira, es un remolino que nace sobre un claro. Cada vez es más grande y la habitación más pequeña. Una línea se planta y se revela como el susurro que lo invita a salir, un amigo de años que ya no logra reconocer pero que sabe que ha pasado vida y la han compartido.
Sale. La habitación se desploma debajo de él; el dedal y las agujas se adhieren a su piel, una piel de tantas, tan larga y ligera.
Ahora es con la línea.
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