escritura creativa/ cuento
Diminuta
por Azul González
Al nacer, todos dijeron:
¡Es diminuta!
Cuando cumplió diez años dijeron:
¡Felicidades, pequeña!
Ella se regocijo, después de todo, ya había dejado de ser diminuta.
Años después al probarse aquel vestido:
¡Es imposible que te quede, eres diminuta!
Y con eso volvió a ponerse aquella sudadera que tenía escrita en la espalda la palabra diminuta. La usó a diario por años, hasta que se rompió. Algún tiempo atrás notó un hilo colgando justo en la manga, le molestaba al escribir así que decidió jalarlo para olvidarse del fastidio que era. Cuando vio que jalo el hilo y este se desprendió sin problema alguno, sonrió, le duró poco el gusto: había rasgado parte de la manga.
Se preocupó, pero se dio cuenta de que ya no la molestaba ningún hilo. Semanas después otro hilo aprecio, volvió a jalar de el y la manga se rasgó un poco más, pero tampoco le importo mucho. Ahora le entraba un poco de aire por las mangas, tal vez sería buena idea convertir aquella sudadera en un chaleco. Pasó un mes y las dos mangas ya estaban completamente rotas: ella ya no sentía calor, ya no se sofocaba.
Un día se rompió y ya no la podía usar ni como chaleco. Al quitársela se dio cuenta de que, con los años, aquella palabra escrita en la espalda se había tatuado en su piel. Corrió al baño y se metió a la regadera. Pasó más de una hora tallando su espalda y las letras no se quitaban, ni siquiera disminuía el color.
Siempre había querido un tatuaje, pero no ese.
Ahora sentía frio. Con el miedo tatuado igual que aquellas letras, fue a hablar con las montañas. Al entrar en la habitación se sintió más pequeña que un arbusto. Cuando las montañas la vieron, se encogió aún más.
¡Necesito ir al mar! Solo así lograre quitar de mí todas estas letras.
¿El mar? Eres diminuta, jamás sobrevivirías.
Las montañas se rieron tan fuerte que desprendieron algunas rocas. Sería imposible llegar al mar. Ellas le obstruían el camino, si no tenía su permiso jamás podría ir. Ella se cubrió, repitiendo para sí misma.
Diminuta. Diminuta. Diminuta.
Hasta que lo logró: se volvió más pequeña que la hormiga que estaba a su lado. Salió de aquella habitación y se cubrió con los trozos de tela que quedaban de aquella sudadera. Moria de frio. Cuando se quedó dormida, pudo entrar en su mente. Recorrió los caminos y escuchó de nuevo todo lo que había oído del mar.
Vivir, vivir, vivir. Susurraban las olas en sus sueños.
Al despertar, volvió a entrar a la habitación de las montañas. Esta vez no dijo nada, era lo suficientemente pequeña para que no se percataran de su presencia. Decidió que tal vez podría pasar en medio de ellas. Piso un pedazo de roca afilada que probablemente había quedado del derrumbe del día anterior. Soltó un gritito de dolor inmenso. Las montañas la vieron.
¡Ni se te ocurra! ¡No eres capaz!
De nuevo comenzaron a desprender piedras; sería imposible llegar al mar. Retrocedió poco a poco y, justo cuando estaba por irse, vio un camino alrededor de las montañas. Dejo de ir a atrás y camino hacia delante. Las montañas gritaban y desprendían rocas aun mas grandes que las anteriores cuando la vieron caminar decidida. Las rodeó y al llegar al final del camino se encontró con el mar a unos metros. Dio un paso y las montañas le ordenaron regresar. Se detuvo. No quería dejarlas: ellas la habían protegido de fuertes corrientes de aire y cuando el sol era intenso le brindaban una sombra exquisita. Dio un paso de regreso. Pero ellas la hacían sentir diminuta: le lanzaban rocas, le gritaban y no la dejaban ir al mar. Ella solo quería ir a quitarse esas letras, podía regresar. Ahora dio cinco pasos al mar. El suelo tembló, las montañas volvieron a desprender piedras.
Caminó. Pequeños trozos afilados de rocas la golpeaban, pero tenia la vista fija en el agua. Cuando la distancia que hubo entre ella y el mar fue de un metro los golpes cesaron. Miró las montañas y entonces se dio cuenta de que no se movían, mejor dicho, no podían moverse. Tal vez ese era el problema.
Primero metió los pies; se adentró hasta que el agua le llego arriba de las rodillas. Ya no sentía tanto frio: se sumergió por completo. Y al sacar la cabeza del agua, se dio cuenta de que el color negro de las letras se iba con el mar. Sus pies no tocaban el suelo, pero tampoco se ahogaba: no era para nada diminuta.
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