escritura creativa/ ensayo
«El libro vacío» o la honestidad artística
Para René Cano, y Kozzobi Sampedro,
y, sobre todo, para Leslie Montoya.
Por apoyar mi obra aún sin conocerme.
Sin ingresar en el clásico berrinche que reniega del canon literario —actitud que, aunque en otro tiempo transgresora, hoy ha terminado por formar parte del discurso institucionalizado—, comenzaré reconociendo que la revaloración de obras poco conocidas ha sido fabulosa en la medida en que nos ha permitido tener contacto con historias cuyo destino irreparable parecía ser el del olvido. Tal es el caso de «El libro vacío», novela de Josefina Vicens.
Un profesor una vez dijo que se trataba de una de las mejores novelas mexicanas del siglo XX, hecho que desde un inicio despertó mi desconfianza, pues la crítica literaria que yace en las solapas de los libros nos ha acostumbrado a esos juicios hiperbólicos y tramposos, enunciados únicamente para persuadir a la gente de comprar. Por esa razón me acerqué a la novela con una mirada muy exigente —cosa que, por otra parte, suelo hacer con las novelas, pues su extensión implica una gran inversión de tiempo que podría dirigirse a obras maestras de los géneros más breves. Me puse bien perro mamón alv, y al llegar a la página 30 (creo que en ese punto una novela ya debería haber dado noticia de su genialidad o fracaso) comencé a dudar.
«El libro vacío» me estaba gustando y no podía abandonarlo. Tenía frases memorables, un personaje entrañable por su patetismo, un buen (aunque no tan sobresaliente) uso de la prosa. Pero, ¿una de las mejores novelas mexicanas? ¿Capaz de cantarle un tiro a «Pedro Páramo», «Los recuerdos del porvenir» o «José Trigo»? La novela de Vicens no es, como las mencionadas, un tradicional prodigio de la técnica. No posee abruptos y complejos saltos temporales, un dominio de múltiples voces narrativas o un uso grandilocuente y exacerbado del lenguaje, como ese al que el siglo XX nos acostumbró. Ni siquiera su juego metaficcional —que no es su prioridad— alcanza el desconcierto de otras obras conocidas. Y es que la gran proeza de «El libro vacío» —lo entendí casi hacia el final— consiste en la búsqueda de una sensibilidad imposible de expresar con los hallazgos narrativos de la literatura del siglo XX (o al menos con los de las grandes novelas).
Frase para abrir los vergazos: la búsqueda crucial de la novela de Vicens es la honestidad. Proposición polémica en tanto que arte honesto no puede más que sonarnos a oxímoron. Pero ténganme paciencia y permítanme explicar. Las obras literarias están irremediablemente atravesadas por la consciencia estética de sus creadores. ¿Cómo saber, se preguntaba Alberto Puebla, que un escritor ha elegido una frase porque estaba íntimamente ligada a él y no porque era una mejor decisión estética? Lo que el siglo XX —periodo de apogeo de la autonomía del campo artístico— ganó en procedimientos retóricos y narrativos, lo perdió en honestidad.
En este libro, Josefina Vicens emula la voz de José García, una persona común y corriente, harta de su vida monótona; un mediocre, si se quiere, pero consciente de su mediocridad. No se engaña, no tiene grandes sueños, se sabe un detalle entre los hechos insignificantes de la vida. Esto último contradice al calificativo de persona común, pues, aunque el fracaso es la constante, su asimilación es un estado al que muy pocas personas suelen acceder. José García (la autora incluso parece haber elegido el nombre más genérico del repertorio) es una persona con una historia intrascendente, capaz, en la vaciedad de su existencia, de conservar como valioso el único episodio en que una mujer atractiva lo deseó sexualmente. Acá una cita por si no me creen: «Pero también pienso que si no hablo de él, que ha sido lo mejor de mí, ¿de qué voy a hablar? ¿De este que soy ahora? ¿De este en que me he convertido? ¿De este hombre oscuro, liso, hundido en una angustia que no puedo aclarar ni justificar, porque los motivos que lo provocan no son explicables?» (p. 76) Acá el cierre de cita donde ya deben confiar en mí.
Se trata de un oficinista pobre que se propone escribir una gran novela como el único modo de escapar del tedio. Empresa que se frustra cuando el personaje adquiere consciencia de dos cosas: su nulo talento para la escritura y la falta de anécdotas para contar. La obra adquiere así la forma de un diario en el que José García registra cada detalle intrascendente como un modo de pelear contra el peso de la escritura. Por esta razón, creo que la novela de Vicens se encuentra más cercana a los procedimientos del género autobiográfico que a los del novelístico; pertenece más a la tradición de San Agustín y Tomas de Quincey que a la de Homero y Cervantes, pues la mueve la exploración psicológica de un personaje que busca encontrar la verdad en esa serie de fragmentos cotidianos.
A lo largo de sus apuntes, vemos a José García frustrarse, contradecirse, renegar de frases y fragmentos enteros de su obra. ¿Otra vez no me creen? Pues si digo que la burra es parda es porque tengo los pelos en la mano: «¡Cuánto he escrito esta noche! Todo para decir que aquel miércoles pude no hacerlo. ¿Y qué hice hoy? Contar deshilvanadamente que llevé a mi mujer a oír música y que mi hijo ya tiene una amante. ¿Para decir sólo eso, Dios mío?» (p. 69). Cierro cita y continúo. Y es que su frustración vuelve patente la limitante a la que los escritores se enfrentan en la búsqueda por una frase auténtica. ¿Novela para escritores? Tal vez en parte. Pero también para quienes, hartos de la basura teatral de la que está imbuida la vida en sociedad, ensayan su develamiento.
En uno de esos juicios formulaicos cuyo propósito es parar de culo a tu interlocutor, un viejo amigo me dijo que la novela parecía narrada por un hombre de carne y hueso. Quiero mucho a ese amigo, pero en aras de la precisión diré que eso es completamente falso. Como escritores —y aquí podría decir como personas— estamos limitados por el caudal de expresiones que nuestras lecturas y conversaciones nos han brindado.
. ¿Cómo ser auténtico? ¿Cómo ser honesto sin ingresar en lugares comunes, sin utilizar frases gastadas e idiotas que se supone son las que debemos emplear? Yo mismo, al escribir estas líneas, lucho contra las fórmulas cursis que años de lectura de mala crítica literaria me han hecho internalizar. ¿Cómo alcanzar hallazgos expresivos —es decir, distanciarnos de la expresión común— sin perdernos en esa orgía de incomprensión de las obras que son puro lenguaje? Este es, pienso, el problema fundamental al que se enfrenta José García; y este es también el cauce que inaugura la anti-epopeya de Josefina Vicens.
Tomo ahora las palabras de las que dispongo y me preparo para crear una frase ingeniosa con la que habré de nublar la gran mentira que soy y que he decidido ocultar a los otros.
Obra citada:
Josefina Vicens, «El libro vacío», México, FCE, 2006.