El tiempo transcurrido se ha alojado entre las arrugas de mi frente. Se escurrió hacia las esquinas de mis ojos. Se deslizó a escondidas a partes de mi cuerpo que caen cada vez más pesadas. Más notorias. No se por qué, pero el peso con el tiempo se aliviana. Un galardón. Mi recordatorio —a veces penitencia— de lo que ha sido y en lo que me convierto.
¿Por qué morir tarda tanto? ¿Por qué vivir dura tan poco? La fecha de caducidad de las cosas nos alcanza antes de lo esperado; otras veces no llega a tiempo.
Mis manos se han oxidado. No parecen ser mías, pero nada parece ser lo que es cuando el tiempo llega a tomarse el café junto a uno. Aún me aferro a las cosas de la misma manera. El óxido es simple accesorio. No sé por qué.
Si sonrío mi boca y mis labios siguen la misma coreografía de siempre. El tiempo no es inquilino ahí. Sonrío y no está. Ahí me siento de nuevo. Regreso y me reconozco.