híbrido
Señales
por Rodrigo Esquinca Enriquez de la Fuente
Soy malo leyendo señales.
Aunque no todas las señales, la verdad. Solamente las que van dirigidas a mi. Tengo dislexia. Siendo honestos, también otras cosas.
Especialmente si tomo en cuenta la, pues, la gran cantidad de personas que la han llamado “la punta del iceberg”; es claro que la dislexia no es el único problema. Tampoco el principal. En esta situación, y en general. Pero, bueno, puedo entender lo básico. Entiendo los juegos de palabras, los sarcasmos, los doble sentidos, todo eso. Lo que me pasa es que, cuando usan señales como indirectas, luego no suelo distinguir si tienen que ver conmigo. O cómo tienen que ver conmigo. Tampoco sé de qué forma las tengo que tomar, independientemente de su relación conmigo.
Por ejemplo: creo que le gusto porque se ha acercado tímidamente varias veces y, cuando lo hace, lo hace con mucha delicadeza. Me encanta. Yo suelo ponerme muy nervioso con esas cosas, pero, no sé; creo que con ella no me pongo así porque siento que me entiende. Pero no estoy seguro. No realmente. Hay algo me dice que eso que hace solamente es algo, como, condescendiente. No sé, como, por pena. Un poco innatural. Porque llamé su nombre varias veces, ¿sabes? Y no respondía. También intenté, medio forzadamente, lo admito, acercarme a ella cuando probablemente no era el momento correcto.
No es por justificarme, pero estaba mal. Mis papás se la pasaban gritando y, cuando por fin se iba mi papá de la casa, mi hermano se encerraba en su cuarto y yo era el único, el único que se acercaba a mi mamá para consolarla. Teniendo que revivir todo lo que había pasado. Intentando de todo para hacerla sentir bien. Para qué me metía en eso, ya sé. No era mi rol. Pero no podía cerrar la puerta. Yo no... no está en mí hacer esas cosas. Sé que hice caso omiso a todo el riesgo y eso. A veces no sé si fue intencional. O si fue lo correcto. Fue lo que hice. No sé.
Como sea. Esa dinámica duro de los 7 a los 21, mas o menos. De verdad no me quejo porque me hizo muy bueno lidiando con conflictos. Algo bastante útil en la vida real. También aprendí a ser más empático.
Aunque, quizás, no lo suficiente. No realmente. No lo suficiente para detenerme, cuando, en medio de la noche, con los gritos de mi padre borracho y el temor que tenía yo de él, me pusiera a rogarle a ella que me llevara. No respondía, solo se acercaba. No sé si por pena. Creo que no debí haberlo hecho. No creo que haya sido justo. No para ella. No me importa si me escuchó o no me escuchó. No fue justo.
Casi me muero ahogado dos veces. Una con un dulce y otra en un chapoteadero. Las dos veces me salvó mi hermano. Las dos veces me morí de la risa después de recobrar el aliento: creo que por eso me odia mi hermano.
Me han dicho que probablemente fueron risas nerviosas, pero no lo creo, no me sentía nervioso. La vez del chapoteadero fue más absurda. Estaba chico, pero la recuerdo perfecto. Me encontré fascinado con cómo la luz y el agua creaban líneas enredadas en el fondo de mosaico azul de la alberca. Decidí sumergir la cabeza y aguantar la respiración un rato para observar los hilos de luz con detenimiento. Después de eso solo recuerdo a mi hermano jalándome y yo escupiendo agua. Tosiendo. Inhalando. Para luego reírme.
Mi mamá llamó a esa situación «una señal para que dejes de vivir en la luna, te pongas listo. Y no andes pendejeando». El problema es que soy muy malo leyendo señales.
Como dos años después fue que casi me ahogo con un dulce.
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