escritura creativa/ ensayo
Sobre succionadores y orgasmos no deseados
por Lara Elizarrarás Botello
«¡Mi vida no gira alrededor del sexo!». Y para mí estuvo bien saberlo. Entender que ese fue mi error: suponer amor donde no lo había. Comprender que eso era sólo algo que se hace cuando una no está aburrida o cuando piensas que el tiempo se te fue volando y el ácido sabor a pubis se comienza a desvanecer.
Me dijo que el sexo no es medicina para los golpes, que los problemas se arreglan hablando y no frotando. Y también lo entendí, pero quise arrancarle la boca a pedazos cuando suspiró con recelo al terminar su frase. Él sólo refunfuñó. Me explicó que para él, el sexo no era un simple placer absurdo, condición de un mundo que siempre quiere más y más y más. Que no le bastan las artesanías ni los discursos practicados en las clases de oralidad; que buscamos hacernos sentir lo imposible, como si exprimir el clítoris fuera suficiente y una no quisiera encontrar el orgasmo que precede al orgasmo. Pero «lo entiendo», le dije.
que para mí el sexo es ponerse de rodillas y rezarle al viento, sumergirse en el vaho de un recuerdo, la sensación motriz, arqueada que antecede al brinco, caída suave que aterriza en su boca, pero él torció ambos ojos diciendo «para mí tú eres suficiente».
A mí me da una vida de succiones, de penetración intuitiva, setecientos pesos y yo solita me hago el amor sin tener que correr al baño para no agarrar una de esas infecciones feas, de las que buscas en videos porque hablarlas da miedo. Y yo creo que está bien, «porque así no lo molesto», le digo a mi hermana, aún dolida por el tema, y ella me felicita porque dice que esa fue una inversión inteligente, de esas que sí valen la pena, que «qué bonito azul turquesa», que «se parece al cielo y por eso te acaricias la entrepierna».
Algo dentro de mí quería que él lo supiera, que la rabia por desobedecerlo se colara en su entrecejo y me dirigiera una tonta y vacía mirada, que deletreara las palabras que me dijo en el coche cuando le pedí que hablara. «no tengo nada que decir», pronunciando sílaba por sílaba como si la furia y la inercia y las ganas de gritar se desbordaran por su lengua.
Y yo lloré, como es de costumbre; me salpiqué de injurias y corajes y lo maldije en 28 idiomas. Y escuché la lengua de la hiedra, y juré cortarla hasta que dejara de brotar, pero todo fue en vano porque de regreso a casa descubrí la condición multiorgásmica de la mujer aburrida, de esa que siempre quiere más, y a mí me basta la expulsión del Edén, el asco en su cara cuando olvidé guardarlo en el cajón de mi casa. «Perdón», le dije, y se fue a dormir sin darme un beso. Pero después me abrazó muy cerca, moviéndose lo suficiente como para espantar al frío, y se estacionó en lo ancho de la cochera, estático en el fluctuoso espacio de mi vientre. «te perdono».
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