escritura creativa/ poesía
Techo blanco
por Kenia Meza
El techo.
Es inmensamente blanco.
Algunas veces siento que me engulle.
Otras, que me cae encima.
No sé cuánto tiempo ha transcurrido. ¿Horas? ¿Días? ¿Semanas? ¿Meses? ¿Años? Quizás llevo toda la existencia aquí y no lo he notado. Quizás esos…recuerdos que vienen a mi mente son producto de mi imaginación, como dice el terapeuta. No puedo moverme. La cama es terriblemente incómoda y el ambiente tiene un olor a muerte. Ya me acostumbré.
No sé cuánto tiempo ha transcurrido. No recuerdo quién soy. Lo único que recuerdo de mi nombre es la inicial.
No hay nadie en este cuarto. No hay ruido ni vida. Ni siquiera yo misma puedo asegurar ser real. Posiblemente sea un fantasma en una dimensión alterna o una entidad atrapada en un plano que no le corresponde.
El techo.
Es inmensamente blanco. Blanco, blanco. Por momentos imagino que es el cielo y que yazco en el pasto verde y fresco de una gran pradera, disfrutando del sol. Entonces incluso puedo oler en el aire la tierra mojada de una posible mañana lluviosa.
Lo único que hago todo el tiempo es mirar el techo y llorar.
Llorar y llorar. No puedo moverme. Mis manos y pies están atados con fuerza. Yazco todo el tiempo desnuda. Hace frío. Tiemblo. Nadie viene nunca.
Grito fuerte, grito alto.
Mi garganta ya no es más que un pedazo de carne inútil.
Canto con una voz ronca, rasposa y desagradable para no estar triste.
¿De quién es esa voz?
Lloro para comprobar que estoy viva.
¿De qué sirve si nadie viene nunca? Debería morderme la lengua y morir. Si es que estoy viva.
Siento que estoy esperando. No me acuerdo.
Caigo dormida sin darme cuenta, cuando despierto tengo la sensación de que algo es diferente en el espacio en el que me encuentro.
Sueño. En mis sueños soy libre. En mis sueños tampoco sé quién soy. Pero soy algo. Camino, río, como. Amo.
Tenía cinco años la primera vez que lo dije.
Era muy pequeña en ese momento para saber algo, pero estaba condenada y de eso no tenía duda.
Me construí pedazo a pedazo.
En el estudio, los libros y en el conocimiento encontré el ancla que necesitaba para salir del agujero por el que me deslizaba desde el día en que nací. Cuando tuve conciencia de las cosas, cuando aprendí a nombrar lo persistente en mi día a día, cuando reconocí el yo que representaba, ya había tocado fondo. Ya me quería morir.
Al tiempo que aprendí a decir mamá, ya le cuestionaba a la pobre mujer qué pasaría si me perdiera.
—Estaría muy triste. —Respondió.
La calma con lo que lo dijo, su rostro tranquilo, su respuesta rápida y la palabra tristeza. Creí que el deseo de muerte era algo común entre los niños de mi edad. Luego me di cuenta de que nadie hablaba de muerte, sólo yo.
Cada que él se iba, se me partía el corazón. Tristeza. Muerte y tristeza: las palabras más antiguas de mi vocabulario, incluso antes de que las comprendiera. Él solo me ha traído dolor. Estoy condenada a ser el peor ser humano sobre la tierra por no poder salvar a alguien que se la paso rompiéndome el alma. Mi papá, aquel que me sentenció a la espera eterna.
Escucho el silencio. El silencio tiene un ritmo especial, un estar muy específico, un modo y una manera. Es ensordecedor.
Castañeo los dientes para llenar el espacio de mí y olvidarme un momento del mutismo al que he sido condenada por quién sabe quién, desde hace quién sabe cuánto tiempo. Castañeo los dientes y cuando me canso, canto:
Que yo quería que te quedaras, mi amor. Que era mentira cuando te dije que me dejaras, que te espero todavía después de tantos años, que ahora mi cabello es blanco. Que todavía lloro tu ausencia, que ahora sé que la nostalgia es eterna. Que el tiempo no bastó para curar mi pena. Ojalá volvieras.
¿Por qué la melancolía forma parte de mi ser?
Para reír necesito algo, a alguien.
En cambio, para llorar...para llorar siempre me ha bastado mi pensamiento. Una palabra, un recuerdo: no merezco ser feliz.
Catorce años tenía la primera vez que mi madre me dijo:
—Te odio.
Su expresión encajaba con la oración. Ahora comprendo que posiblemente no lo dijo en serio, porque es más el número de veces que me ha dicho te amo y lo ha demostrado. Mentiría si dijera que, en aquel momento, me hizo daño. Quizás ahora no lo recuerde. Quizás sí me hizo daño y no lo recuerdo. No recuerdo muchas cosas: todo se entremezcla. Mi madre tomándome con fuerza de la mano, mi madre gritándome, mi madre jalando mi cabello, haciéndome llorar, mi madre todo el tiempo furiosa y desanimada, mi madre sola. Siempre sola. Criando a cuatro hijos y pariendo a uno más. Haciendo cualquier cosa para no dejarnos morir de hambre.
Si pudiera elegir, elegiría no nacer, aunque eso implique el no nacimiento de mis hermanos que son todo lo que amo en el mundo. Si pudiera elegir, elegiría que mis padres no se hubieran conocido nunca. Así se habría evitado tanto dolor y tragedia. Todos estaríamos vivos.
El techo.
Intento encontrarle formas a su extensa blancura, manchas a su aparente pulcritud.
Pulcritud. Esa palabra me recuerda a mi esposo.
¿De qué demonios estoy hablando?
Mis hijos.
El techo. Techo blanco.
Ah sí, de lo maravilloso que fueron mis padres. Fui hija única criada en el núcleo de una familia tradicional y bien acomodada de la Ciudad de México.
¿Existo?
Viene alguien. Escucho la silla de ruedas. Creo que es mi terapeuta.
colabora.
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